julio 14, 2004

El escritor

Nadie lo conocía y a nadie conocía tampoco. Sentado en una silla alejada del resto de las demás en la barra de un bar, observaba y escuchaba a las personas que iban sentándose a tomar café y a matar el tiempo.
El anonimato lo protegía de preguntas que lo desviaban de su objetivo principal, que era nutrir su imaginación con las historias que creaba acerca de esa gente sin identidad que le era totalmente extraña, pero que iba conociendo y creando a medida que corrían los minutos. Cada historia, cuento o novela terminaba cuando el cliente pagaba y se iba.
Hacía varios años que había comenzado a escribir una novela, pero la historia, que se iba escribiendo sola, fue girando, creciendo y mezclándose hasta que en determinado momento se detuvo en una coma y no se movió más, ni para atrás ni para adelante. Uno de los personajes principales había perdido el interés y no tenía ganas de ir a trabajar. El problema era ese: si no iba a trabajar, la historia no continuaba. Este personaje se empecinó en que quería quedarse durmiendo y provocó un detenimiento brusco en la narración.
El escritor tenía la meta de escribir esa novela para fines del año siguiente, pero este personaje caprichoso que había cobrado vida propia estaba interfiriendo en su trabajo. Quiso castigarlo con un ataque de depresión y un suicidio, pero al final del párrafo, al personaje le fallaron las ganas de morir y decidió, sin consultarlo con su creador, que no se moriría y que pese a todo se quedaría acostado.
Dos años y medio habían pasado desde el comienzo de esta novela, y el avance era mínimo aun, según las expectativas del reciente novelista. En realidad, llevaba escritas ciento tres paginas, lo cual era bastante dado que era su primer intento.
Tratando de encontrar la salida para el problema, comenzó a recorrer la ciudad y a sentarse en bares en los que nadie le era familiar. Pasó mucho tiempo buscando lugares e historias pero en ningún lado encontraba la inspiración perdida.
Lo que había perdido, más que la inspiración, fue el control sobre su propia historia. El personaje se había rebelado y comenzó a desobedecer al novelista.
En esos dos años no hizo más que revisarla para poder seguir, pero no lograba que el personaje se levantara más que para ir al baño. El reloj se había clavado en las ocho de la mañana. Dramáticamente pensaba en la paradoja del tiempo: en dos años pudo avanzar una hora de historia. Si bien había buscado suicidarlo, lo cual implica que había seguido escribiendo, había descartado la idea porque el personaje se rebeló ante su inminente deceso. Y así transcurría el tiempo: se movía hacia adelante y hacia atrás, para terminar siempre en lo mismo.
El escritor seguía yendo a su trabajo diariamente, pero al salir se encaminaba hacia los bares. Siempre volvía frustrado, nadie se parecía a su personaje y no podía hacer nada.
Una mañana se levantó ansioso por escribir, en sueños había encontrado la solución para el eterno problema del personaje. Decidió vestirlo, sacarlo a la calle y mientras lo hacía vagar por el cemento de la ciudad, convencerlo de ir a trabajar.
Comenzó a escribir, y todo transcurría sin ningún sobresalto hasta que de pronto al dar vuelta en una esquina lo perdió de vista. La muchedumbre lo escondía en alguna parte de sí. Cuando, finalmente, logró encontrarlo, el personaje estaba sentado en una mesa tomando café con una mujer que no era más que un personaje secundario sin importancia y que no hacía otra cosa que estorbar en el desarrollo del romance que el personaje principal debía tener con la protagonista, la cual se encontraba en esos momentos trabajando despreocupadamente y como correspondía.
El escritor no podía creer la desobediencia de su personaje, así que volvió a castigarlo, esta vez con éxito: hizo que la mujer se aburriera y se fuera ofendida para nunca más volver.
Dejó al personaje solo y sin entender bien que era lo que había sucedido. De ese modo logró finalmente que se decidiera a ir al trabajo.
A partir de ese momento, todo comenzó a funcionar mejor. El personaje hacía lo que le correspondía, decía lo que debía decir, se encontraba con su amada en horario sin retrasarse, la besaba y no pensaba en otra que no fuera ella.
La historia comenzó a acelerarse y avanzaba a grandes pasos. El escritor estaba contento pero se había desgastado mucho por culpa del suceso de la rebelión. Le había quedado cierto resentimiento hacia el personaje, se sentía invadido por la impotencia de no poder controlar a su propia creación y eso tambien lo frustraba. Además, tambien lo envidiaba, porque sabía que, dentro del mundo ficticio, su personaje era más libre que él mismo, porque se permitió por un periodo muy corto de tiempo que pareció eterno, dejarse llevar por sus sentimientos y dejar a un lado las obligaciones para disfrutar. Esto era algo que el creador no se permitía y por eso es que le dolía tanto pensar en el poder de decisión del personaje.
Después de muchas vueltas y hojas arrugadas en el papelero de su escritorio, el escritor logró encaminar la historia hacia el final que había imaginado cuando comenzó a escribir.
Tomó entre sus manos el escrito y lo observó durante largo tiempo, con una lágrima corriéndole por la mejilla derecha. Estaba emocionado, pero tambien estaba triste, porque se sentía parte de esa historia y ahora que había terminado tenía la sensación de que ya no tenía nada para hacer. Tenía miedo de no saber utilizar el espacio de tiempo que usaba para escribir y que, ahora, se había vaciado.
Comenzó a ir a un bar cercano a observar a la gente. Pero ya no buscaba la respuesta de ningún problema literario, sino que se decidió a disfrutar de su libertad sin atarse a ningún personaje.
Si alguna historia le surgía en la cabeza, la escribía y cuando alguno de los personajes se tornaba molesto, se dirigía hacia algún bar y con calma lo iba encaminando hacia el objetivo real, que no era otro que someterlo a su propia voluntad.